Bocados de realidad CVII
Leyendo Mitologías
de Roland Barthes, una recopilación
de pequeños ensayos publicada en 1957, me topo con uno que analiza la forma en
la que la fotografía transmite sensaciones al espectador y me encuentro con que
desmonta el planteamiento que en alguna ocasión he expresado aquí en el sentido
de que la fotografía transmite al espectador las sensaciones del fotógrafo en
el momento de hacer la foto, que, en definitiva, para transmitir un sentimiento
mediante una foto el único requisito es que el fotógrafo sienta. Bueno, pues
según Barthes es justamente al contrario:
Geneviéve
Serreau, en su libro sobre Brecht, recordaba aquella fotografía de Match en la que se ve una escena de
ejecución de comunistas guatemaltecos; señalaba correctamente que esa
fotografía no es terrible en sí y que el horror proviene del hecho de que nosotros
la miramos desde el seno
de nuestra libertad; una exposición de fotos-impactos en la galería d’Orsay, de
las cuales muy pocas, precisamente, lograron impactarnos, dio razón,
paradójicamente, a la observación de Geneviéve Serreau: no es suficiente que el
fotógrafo signifique lo horrible para que nosotros lo experimentemos como tal.
La mayoría de las fotografías reunidas en la exposición para chocarnos no nos
produce ningún efecto, precisamente, porque el fotógrafo nos ha sustituido de
modo demasiado generoso en la conformación de su tema: en casi todos los casos
sobreconstruyó el horror que nos propone añadiendo al hecho, por contrastes o
aproximaciones, el lenguaje intencional del horror. Una fotografía, por
ejemplo, coloca un grupo de soldados al lado de un campo cubierto de cabezas de
muertos; otra nos presenta a un joven militar mirando un esqueleto; otra, en
fin, capta una columna de condenados o de prisioneros en el momento en que se
cruza con un rebaño de carneros. Pero ninguna de esas fotografías, realizadas
con tanta destreza, nos llega. Frente a ellas estamos como desposeídos de
nuestro juicio: alguien se ha estremecido por nosotros, alguien ha reflexionado
por nosotros, alguien ha juzgado por nosotros; el fotógrafo no nos ha dejado
nada, salvo un simple derecho de aceptación intelectual. Lo único que nos
vincula a esas imágenes es un interés técnico; cargadas de sobreindicación por
parte del artista, no tienen ninguna historia para nosotros, no podemos
inventar nuestra propia recepción a ese alimento sintético, ya totalmente
asimilado por su creador.
En realidad lo que dice Barthes
no está en contradicción con mi afirmación, no es que el fotógrafo no transmita
en su fotografía lo que siente al hacerla, lo que propugna Barthes es la
libertad del observador para sentir sin la coacción del fotógrafo.
Es lógico,
pues, que las únicas fotos-impactos de la exposición (cuyo principio sigue
siendo muy loable) resulten ser, precisamente, las fotografías de agencia, en
las que el hecho sorprendido estalla en su terquedad, en su literalidad, en la
evidencia misma de su naturaleza obtusa. Los fusilados guatemaltecos, el dolor
de la novia de Aduan Malki, el sirio asesinado, el machete amenazante del
policía, estas imágenes asombran porque parecen, a primera vista, extranjeras,
casi calmas, inferiores a su leyenda: están visualmente disminuidas,
desposeídas de ese numen que los pintores de composición no hubieran dejado de
añadirles (y con todo derecho puesto que se trataba de pintura). Carente tanto
de alegato como de explicación, lo natural de esas imágenes obliga al
espectador a una interrogación violenta, lo encamina a un juicio que él mismo elabora
sin ser molestado por la presencia demiúrgica del fotógrafo. Se trata,
exactamente, de la catarsis crítica pregonada por Brecht y ya no de una purga
emotiva, como en el caso de la pintura temática. Quizás aquí se vuelvan a
encontrar las dos categorías de lo épico y de lo trágico. La fotografía literal
introduce al escándalo del horror, no al horror mismo.
Todo esto nos lleva a otro tema común, según el cual todo
está en la intención del fotógrafo; si la intención es transmitir el
sentimiento que le produce una escena o simplemente mostrarla de forma neutra
para que sea el espectador quien construya el sentimiento que le inspire.
Sin duda una cuestión a tener en cuenta y sobre la que
reflexionar para próximas fotos. Mientras tanto y sin relación con lo anterior,
pongo algunas recientes que no sé a ciencia cierta si se ajustan a las tesis de
Barthes.
Comentarios
Lo que se percibe en un momento dado de una obra de arte no tiene por qué coincidir con lo que el autor pretende transmitir. Y puede ser que en otro momento sí que coincida. Dependerá de la situación del receptor.
Yo personalmente, en la fotografía busco belleza (que a veces la veo en la fealdad), composición (que a veces la encuentro en la falta de ella), y armonía (que muchas veces está en la anarquía). De ahí que me guste menos la fotografía-reportaje o la fotografía callejera, porque trata de transmitir realidades bajo un punto de vista que no me interesa como obra de arte. Lo que más me gusta es percibir que el autor de la fotografía transmita esa belleza, esa composición y/o esa armonía. Incluso aunque su intención sea otra.
Parecerá impertinente querer enseñarle a un excelente barítono como Gérard Souzay, pero un disco en el que este cantante registró algunas melodías de Fauré, me parece ilustrar claramente una mitología musical donde se reencuentran los principales signos del arte burgués. Este arte es esencialmente señalístico, no se da tregua hasta imponer, no la emoción, sino los signos de la emoción. Y es precisamente lo que hace Gérard Souzay. Si, por ejemplo, tiene que cantar una tristeza espantosa, no se contenta con el simple contenido semántico de las palabras, ni con la línea musical que las sostiene: necesita, además, dramatizar la fonética de lo espantoso, suspender y luego hacer explotar la fricativa doble, desencadenar la desdicha dentro del espesor mismo de las letras. Nadie puede ignorar que se trata de congojas particularmente terribles. Desgraciadamente, ese pleonasmo de intenciones no sólo ahoga la palabra sino también la música y principalmente su unión, objeto mismo del arte vocal. Con la música ocurre lo mismo que con las otras artes, incluida la literatura: la forma más alta de la expresión artística está del lado de la literalidad, es decir, de cierta álgebra. Es necesario que la forma tienda a la abstracción, lo que, como se sabe, de ningún modo es contrario a la sensualidad.
Precisamente, lo que el arte burgués rechaza es esa tendencia. El arte burgués toma a sus consumidores por ingenuos a quienes es necesario darles el trabajo masticado y sobreindicar la intención; teme que no se lo capte suficientemente (el arte es también una ambigüedad que contradice constantemente, en cierto sentido, su propio mensaje; sobre todo la música, que en si no es nunca ni triste ni alegre). Subrayar la palabra mediante el relieve abusivo de su fonética, pretender que la gutural de la palabra creuse sea el pico que desgarra la tierra y la dental de seno la dulzura que penetra, es practicar una literalidad de intención y no de descripción, es establecer correspondencias abusivas. Es bueno recordar, por otra parte, que el espíritu melodramático que muestra la interpretación de Gérard Souzay es, precisamente, una de las adquisiciones históricas de la burguesía. Esa misma sobrecarga de intenciones la reencontramos en el arte de nuestros actores tradicionales que, como se sabe, son actores formados por la burguesía y para ella.
Todo esto se vincula, además, a una constante mitológica de la que hemos hablado a propósito de la poesía: concebir al arte como una suma de detalle plenamente significante. La puntillosa perfección de Gérard Souzay equivale exactamente al gusto de Minou Drouet por la metáfora detallista, o a los trajes de las volátiles de Chanteclerc, hechos (en 1910) con plumas superpuestas una a una. Este arte está como intimidado por el detalle, que nada tiene que ver con el realismo; el realismo supone una tipificación, es decir una presencia de la estructura y por lo tanto del tiempo.
Un tal arte analítico está condenado al fracaso, sobre todo en música, cuya verdad puede ser sólo de orden respiratorio, prosódico y jamás fonético. Los fraseos de Gérard Souzay son destruidos permanentemente por la expresión excesiva de una palabra, encargada torpemente de inocular un orden intelectual parásito en la superficie sin costura del canto. Pareciera tocarse aquí una dificultad mayor de la ejecución musical: hacer surgir el matiz de una zona interna de la música y. no imponerlo desde el exterior como un signo puramente intelectual. Existe una verdad sensual de la música, verdad suficiente, que no tolera la molestia de una expresión. Es por eso que la interpretación de excelentes virtuosos nos deja tan a menudo insatisfechos: su rubato, demasiado espectacular, fruto de un esfuerzo visible en pos de la significación, destruye un organismo que contiene en sí, escrupulosamente, su propio mensaje. Algunos aficionados, o mejor aún, algunos profesionales que han sabido encontrar lo que se podría llamar la letra total del texto musical, como Panzera en canto o Lipatti en piano, consiguen no añadir a la música ninguna intención; no se obstinan servicialmente en torno a cada detalle, al contrario de lo que hace el arte burgués que siempre resulta indiscreto. Ellos confían en la materia inmediatamente definitiva de la música.
Como digo en la entrada, el planteamiento de Barthes me descoloca un poco. Más que nada desde el punto de vista de creador de la imagen. ¿Cómo mostrar algo y a la vez dejar libertad para que el observador vea lo que quiera? El componente del subconsciente puede ayudar un poco en el sentido de que puede que el autor no sea consciente de todo el significado de lo que muestra y que sí es apreciado por el observador. Creo que por ahí va un poco la entrada de José Ramón, que parece coincidir con Barthes en reivindicar la libertad del observador para interpretar la obra.
Ayer mismo leía otro ensayo del mismo libro en el que incide sobre la misma cuestión, en este caso aplicada a la música. Lo transcribo íntegro en dos comentarios porque juntos superan el límite de caracteres.