Bocados de realidad CIV
Hace una tarde desapacible con viento y lluvia, el cielo
está cubierto de nubes oscuras aunque no de forma compacta y a veces, entre
ellas, el sol encuentra un hueco y asoma
durante unos instantes, lo tengo justo enfrente, todavía bastante alto.
Cuando lo hace, en el viejo tejado que tengo enfrente brotan algunos brillos en
las tejas que el viento no ha secado del todo.
Brillos (Abr. 2019) |
Pongo esta foto, que es color aunque no lo parezca, para que
os hagáis una idea de cómo era la tarde, pero yo me fijo en el suelo del atrio,
ese suelo que tanto me gusta fotografiar y que ya conocéis, está formado por
desgastadas losas de granito y el sol, cuando está en la posición que está
ahora, enfrente, resalta su textura rugosa y le arranca brillos de distinta
intensidad. Se han formado pequeños charcos en las irregularidades del enlosado
y hay zonas que el viento tarda más en secar, miro cómo el sol enciende y apaga ese brillo según sale o se oculta, cómo las rachas de viento erizan la superficie
del agua.
Hago varias fotos a un par de zonas y cuando las miro en el
ordenador me doy cuenta de que estoy en una encrucijada a la que no encuentro
salida: se me acumulan los puntos de interés y no soy capaz de decidirme por
uno concreto. De hecho decido empezar a escribir esta entrada con la intención
de aclarar ideas.
Para eso lo primero es poner orden así es que vayamos por
partes, estas son las dos zonas de las que he sacado fotos.
ZONA A
ZONA B
Como veis, en la ZONA A hay un charquito y algunas zonas con
humedad que no llegan a constituir charcos pero cuyo brillo y textura me
resulta atractivo. En la ZONA B hay 3 charquitos y alguna zona húmeda. Además
de los charcos y las zonas húmedas está la textura de la piedra que también
tiene interés.
Se me presentan pues, de entrada, dos cuestiones, bien es
cierto que diferentes y que se pueden resolver de forma independiente, aunque
yo, torpemente, intento resolverlas a la vez y eso contribuye al bloqueo. Por
un lado está si plantear la foto de la zona o centrarme en uno de los
charquitos y por otro la textura del suelo. Como podéis ver en la foto de la
ZONA B, aunque también se da en otras de la ZONA A, al ajustarse los parámetros
de la cámara al brillo del agua el suelo se oscurece, pierde el color y casi
desaparece, me gusta ese efecto en el que destaca tanto el agua pero me cuesta
renunciar a que se aprecie el suelo. No obstante, esto lo resolveré más
adelante, primero está la cuestión de si optar por una foto de conjunto o de
alguno de los charcos.
En la ZONA A me gusta mucho el charquito central pero me
cuesta encontrar un encuadre tanto de conjunto como centrado en ese charco, la
distribución de los elementos no me sugiere encuadres claros, me pasa algunas
veces, sin duda debería haber buscado otro encuadre para la foto con la cámara.
Para la ZONA B, en cambio, me cuesta menos trabajo encontrar encuadres tanto de
conjunto como particularizado a uno de los charcos, especialmente al que ocupa
la parte superior de la imagen que es en el que puse el foco al hacer las
fotos.
Algunos posibles encuadres:
Hay más, pero estos 4 creo que están bien y son suficientes
para plantear y resolver la cuestión, que en definitiva
es materializar alguna foto.
Hay otra variable que trato de manejar y que he mencionado de
pasada y es que según el sol asoma con más o menos intensidad y si sopla o no
una racha de viento, varían el reflejo y las ondulaciones en la
superficie del agua. Todas las combinaciones resultantes de esos dos factores
me parecen hermosas y me resulta difícil elegir una en concreto o, mejor dicho,
lo que me resulta difícil es elegir los descartes. En el proceso creativo, la
necesaria simplificación a que se debe someter la obra eliminando ideas y
planteamientos iniciales con el fin de reducir el contenido a lo esencial y así evitar que la acumulación de ideas o de puntos de interés haga
confusa la percepción, lo que resulta difícil es la renuncia a algunos contenidos
(*).
Para ir resolviendo cuestiones voy a comenzar por el
encuadre: ¿amplio o cerrado? Me ocurre a veces, yo creo que es por temporadas,
que me atrae más el detalle, la textura del objeto que una composición general,
así es que, sin renunciar a trabajar la composición, claro, quiero que se
aprecien las texturas, del agua, del suelo, de las zonas brillantes, por lo que
voy a descartar las composiciones más generales y voy a centrarme en encuadres
más cerrados.
Por otro lado he leído estos días el libro El elogio de las sombras (1933), del
japonés Jun'ichirō Tanizaki. Según
este hombre, los antiguos japoneses, por necesidades constructivas, se vieron
obligados a vivir en casas oscuras, muy oscuras, y tuvieron la habilidad de
hacer de la necesidad virtud, descubrieron lo bello en el seno de la sombra y
no tardaron en utilizar la sombra para obtener efectos estéticos.
En una parte del libro dice:
Anteriormente me
referí al hecho de que las lacas decoradas con oro molido estaban hechas para
ser vistas en lugares oscuros; esto no sólo es válido para las lacas: si en los
tejidos antiguos se usaban con profusión hilos de oro y de plata, es evidente
que se hacía por la misma razón. El mejor ejemplo es la estola de brocado que
los monjes llevan alrededor del cuello. En la actualidad, los edificios
religiosos de las ciudades son en su mayor parte edificios claros, hechos para
atraer a una masa de fieles; en ellos, esas estolas parecen inútilmente
llamativas y no inspiran demasiado respeto aunque estén sobre el cuello del más
digno prelado; pero cuando esos mismos religiosos, sentados en fila, celebran
un oficio de liturgia antigua en algún monasterio histórico, te ves obligado a
admirar la armonía entre la piel arrugada de los viejos monjes, el centelleo de
las lámparas ante las estatuas de los budas y la textura de esos brocados, y
aprecias hasta qué punto ha aumentado la solemnidad del acto; porque como
ocurre con las lacas doradas, la mayor parte de los dibujos tornasolados del
tejido desaparece en la sombra, pues los hilos de oro y de plata sólo de vez en
cuando lanzan un breve destello.
Nuestro pensamiento, en definitiva, procede análogamente: creo que lo bello no es una sustancia en sí sino tan sólo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros producido por la yuxtaposición de diferentes sustancias. Así como una piedra fosforescente, colocada en la oscuridad, emite una irradiación y expuesta a plena luz pierde toda su fascinación de joya preciosa, de igual manera la belleza pierde su existencia si se le suprimen los efectos de la sombra.
Nuestro pensamiento, en definitiva, procede análogamente: creo que lo bello no es una sustancia en sí sino tan sólo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros producido por la yuxtaposición de diferentes sustancias. Así como una piedra fosforescente, colocada en la oscuridad, emite una irradiación y expuesta a plena luz pierde toda su fascinación de joya preciosa, de igual manera la belleza pierde su existencia si se le suprimen los efectos de la sombra.
Aunque no sea exactamente lo mismo, creo que ese agua
refulgiendo en medio de la oscuridad del suelo y la textura de éste que
sumergido en las sombras tan solo se insinúa, responde al mismo criterio de
belleza.
En base a estos criterios he llegado a unas cuantas fotos
que pongo a continuación. No he podido resolver en algún caso, porque no tiene
solución, la decisión de optar por una de las de las posibles por lo que pongo
más de una.
En el caso del charco de la ZONA A, la selección final, no sin
esfuerzo, es de 6 fotos con las que he decidido montar una composición para que, al menos, queden justificadas mis dificultades para la
elección.
Todas me gustan, pero por poner una de ellas en grande he
seleccionado esta:
Charco (Abr. 2019) |
En la ZONA B la selección ha sido algo más sencilla y una de
ellas, la siguiente, con ese reflejo azul del cielo en el agua, es la que más
me gusta.
Charco azul (Abr. 2019) |
Pero para este otro encuadre tampoco soy capaz de decidir entre
estas dos.
Charcos 1 (Abr. 2019) |
Charcos 2 (Abr. 2019) |
(*) Aunque quizás sobrepase el tema de la fotografía, sobre
esta cuestión de centrar la atención en los aspectos más relevantes, apreciando
mejor los detalles y evitando la
sobre-información, no me resisto a incluir aquí la reflexión que en este
sentido incluye Tanizaki en su libro sobre el concepto actual de belleza femenina.
Que cada cual saque sus propias conclusiones.
Como se sabe, en el
teatro de Bunraku las muñecas femeninas sólo consisten en una cabeza y unas
manos. Un vestido de cola cubría el tronco y las piernas y bastaba con que
quienes las animaban introdujeran sus manos dentro para producir la ilusión de
movimiento; por mi parte considero que este procedimiento se acerca mucho a la
realidad, porque las mujeres de antes sólo existían realmente de cuello para
arriba y desde el borde de las mangas, el resto desaparecía enteramente en la
oscuridad. En aquellos tiempos las mujeres de ambientes superiores a la clase
media salían muy raramente y si lo hacían, era completamente acurrucadas en lo
más profundo de un palanquín, por miedo a que las pudieran vislumbrar desde la
calle; no es pues nada exagerado decir que, confinadas generalmente en una
habitación de sus oscuras mansiones, totalmente sepultadas día y noche en la
oscuridad, sólo revelaban su existencia por el rostro.
Las ropas, por otra
parte, más alegres que las actuales para los hombres, lo eran relativamente
menos para las mujeres. Las jóvenes y las mujeres de las casas burguesas,
incluso bajo el antiguo régimen militar, utilizaban colores increíblemente
apagados, en una palabra, el traje no era más que una parcela de la sombra,
sólo una transición entre la sombra y el rostro.
El maquillaje incluía
entre otras cosas el ennegrecimiento de los dientes; cabe preguntarse si la
finalidad de esta operación no era, una vez rebosante de oscuridad todo el
espacio excepto el rostro, poner una pincelada de sombra hasta en la boca. Este
concepto de la belleza femenina ya no existe en nuestros días, a no ser en algunos
lugares muy especiales como la casa Sumiya de Shimabara. Sin embargo me resulta
posible representarme aproximadamente a las mujeres de antes al recordar la
silueta de mi madre cosiendo, cuando yo era niño, al fondo de nuestra casa de
Nihonbashi, a la rala luz procedente del jardín. Hasta esa época, hablo de los
años veinte del Meiji (hacia 1890), se construían todavía las casas burguesas
de Tokio de tal manera que eran muy oscuras y mi madre, mis tías, alguna
pariente nuestra, casi todas las mujeres de esa generación, se ennegrecían los
dientes. No recuerdo sus trajes de diario pero cuando se vestían para salir
solían llevar tejidos de color gris con dibujitos. Mi madre era muy pequeñita,
cinco pies apenas, pero no era la única, pues era la estatura normal de las
mujeres de aquella época. Incluso, se podría llegar a decir que esas mujeres
apenas tenían carne. De mi madre recuerdo el rostro, las manos, vagamente los
pies, pero mi memoria no ha conservado nada que se refiera al resto de su
cuerpo.
En este sentido,
recuerdo el torso de la famosa estatua de Kannon del Chuguji: ¿no representa el
típico desnudo de la mujer japonesa de antes? Aquel pecho liso como una plancha
al que se ciñen unos senos de una delgadez de papel, aquella cintura apenas
menos gruesa que el pecho, aquellas caderas, aquella grupa, aquella espalda
recta, aquel tronco estrecho y delgado hasta el punto de resultar
desproporcionado con el rostro y los miembros, aquella ausencia de espesor que
más que un ser de carne evoca la tirantez de una bola de madera, ¿no es, en
conjunto, la estructura del cuerpo femenino de antaño? Todavía hoy en día me he
encontrado entre las viejas damas de las familias tradicionales o entre las
geishas algunas mujeres cuyo torso está conformado de esta manera.
Al verlas, pienso irresistiblemente en la varilla que forma el armazón de las muñecas. En realidad, el torso no es sino un soporte destinado a recibir el traje y nada más. Estas mujeres, cuyo torso queda así reducido al estado de soporte, están hechas de una superposición de no sé cuántas capas de seda o de algodón y si se las despojara de sus vestidos sólo quedaría de ellas, como en las muñecas, una varilla ridículamente desproporcionada. Antaño, esto carecía de importancia porque estas mujeres, que vivían en la sombra y sólo eran un rostro blanquecino, no necesitaban para nada tener un cuerpo. Mirándolo bien, para los que celebran la triunfante belleza del desnudo de la mujer moderna, debe de ser muy difícil imaginar la belleza fantasmal de aquellas mujeres.
En una palabra, nuestros antepasados, al igual que a los objetos de laca con polvo de oro o de nácar, consideraban a la mujer un ser inseparable de la oscuridad e intentaban hundirla tanto como les era posible en la penumbra; de ahí aquellas mangas largas, aquellas larguísimas colas que velaban las manos y los pies de tal manera que las únicas partes visibles, la cabeza y el cuello, adquirían un relieve sobrecogedor. Es verdad que, comparado con el de las mujeres de Occidente, su torso, desproporcionado y liso, podía parecer feo. Pero en realidad olvidamos aquello que nos resulta invisible. Consideramos que lo que no se ve no existe. Quien se obstinara en ver esa fealdad sólo conseguiría destruir la belleza, como ocurriría si se enfocara con una lámpara de cien bombillas un toko no ma de algún pabellón de té.
Al verlas, pienso irresistiblemente en la varilla que forma el armazón de las muñecas. En realidad, el torso no es sino un soporte destinado a recibir el traje y nada más. Estas mujeres, cuyo torso queda así reducido al estado de soporte, están hechas de una superposición de no sé cuántas capas de seda o de algodón y si se las despojara de sus vestidos sólo quedaría de ellas, como en las muñecas, una varilla ridículamente desproporcionada. Antaño, esto carecía de importancia porque estas mujeres, que vivían en la sombra y sólo eran un rostro blanquecino, no necesitaban para nada tener un cuerpo. Mirándolo bien, para los que celebran la triunfante belleza del desnudo de la mujer moderna, debe de ser muy difícil imaginar la belleza fantasmal de aquellas mujeres.
En una palabra, nuestros antepasados, al igual que a los objetos de laca con polvo de oro o de nácar, consideraban a la mujer un ser inseparable de la oscuridad e intentaban hundirla tanto como les era posible en la penumbra; de ahí aquellas mangas largas, aquellas larguísimas colas que velaban las manos y los pies de tal manera que las únicas partes visibles, la cabeza y el cuello, adquirían un relieve sobrecogedor. Es verdad que, comparado con el de las mujeres de Occidente, su torso, desproporcionado y liso, podía parecer feo. Pero en realidad olvidamos aquello que nos resulta invisible. Consideramos que lo que no se ve no existe. Quien se obstinara en ver esa fealdad sólo conseguiría destruir la belleza, como ocurriría si se enfocara con una lámpara de cien bombillas un toko no ma de algún pabellón de té.
Comentarios
De las seis que has preseleccionado de la ZONA A me quedo con la misma que tú, por el conjunto de texturas, olitas en el charco y equilibrio entre brillos y sombras.
También coincido contigo en la selección de la ZONA B, y entre las dos opciones del otro encuadre, entre Charcos 1 y Charcos 2 me quedo con la primera, también por mejor equilibrio entre luces y sombras.