Reivindicación de la forma en literatura.
Existen en literatura el fondo y la forma. El fondo es el
asunto, el argumento, el contenido del texto, incluso el universo personal que
crea el escritor, los personajes… Todo eso constituye el fondo mientras que la
forma es el lenguaje empleado para expresarlo.
Para mí la forma es esencial en la seducción que siento por la literatura: la manera en que se construyen las frases, la elección de los adjetivos, las palabras y la musicalidad del texto que con ello se consigue es parte de la creación literaria y revierte en que la lectura sea fluida y gratificante. El placer de leer un texto no sólo proviene de la asimilación del contenido, si es un ensayo, o del desenmarañado de la trama si es una novela. Para mí el placer está también en el proceso mismo de leer y en la forma en que las ideas expuestas en el texto pasan de la página al cerebro. Y eso es función del lenguaje.
Decía Josep Pla:
“El
escritor ha de decidir. Es decir: ha de tirar. Es la célebre frase de Stendhal
a Mérimée: escribir es tirar. El escritor tira con adjetivos. Tirar bien,
adivinar el golpe justo, equivale a encontrar el adjetivo preciso. Para muchos
y muchos escritores el hecho de escribir consiste en apuntar. No tiran nunca.
Por eso hay miles y miles de libros que no valen nada. Es decir, que no son más
que una mera ilusión infantil, una simple prospectiva. El autor apunta, pero no
tira. Las páginas aparecen llenas de letras, surge el libro. Pero no es un
libro. Es la ilusión del espíritu de un libro. El autor ha apuntado. No se ha decidido
a tirar. Escribir solo apuntando crea una prosa o una poesía informe, difusa,
confusa, un mero sonido verbal. Si se tira se crean formas precisas. Lo único
que dura es la forma, dada por el adjetivo preciso. El adjetivo puede ser
ordinario, pesado, duro, intenso. No importa”.
Tengo la impresión, sin embargo, de que fuera del ámbito de
los profesionales de la literatura, es decir en el de los meros aficionados a
la lectura, no se presta la suficiente atención a la forma y que es el fondo el
que acapara todo el interés. Llego a esta conclusión porque observo que se leen
muchos más libros de autores en lengua extranjera que de aquellos que escriben
originalmente en español. Para mí lo ideal es leer a cada autor en su lengua
original. Creo que en la traducción se pierde la forma original, o, en
cualquier caso, ésta queda a merced del traductor que necesariamente la altera y,
para mí, esto supone una gran pérdida.
Por eso, como no domino con la solvencia suficiente ningún
idioma para leer literatura en su idioma original, casi exclusivamente leo
autores que escriben en español. Afortunadamente nuestro idioma lo hablan
cientos de millones de personas en el mundo y contamos con una abundante
literatura en español. No me quiero ni imaginar la frustración que me
provocarían estas exigencias lectoras si mi idioma materno fuera, pongamos por
caso, el esloveno.
Y ahora un texto de Fernando Lázaro Carreter que, además de
un fondo estimable tiene una maravillosa forma:
¿Osaré confesar que aborrezco las corridas de toros, ahora que su
defensa alcanza rango numantino frente a una insoportable injerencia europea?
Aun a riesgo de sufrir condena, las aborrezco. Aprecio, cómo no, algunos
relámpagos de belleza que ofrecen, pero me aburre mortalmente el resto. Y me
estremecen, a menudo, como escenario de pasiones. Tal vez arranca mi aversión
de una tarde de feria en Huesca, el año 1947, con Manolete en el cartel. El sol
de agosto aplomaba la pequeña plaza, pero, lejos de hundirla, excitaba la
avidez del público, ansioso de comprobar la proclamada decadencia del diestro;
andaba agobiado, se decía, por el empuje de un lidiador más joven y poderoso.
Aquel ídolo era rico en hacienda y gloria; estaba ya maduro para ser derrocado.
Se le amaba con ese odio que profesa el plebeyo cansado de ver triunfar.
A ver qué hacía. Seguro que iba a reservarse para plazas de más tronío;
allí iría sólo para arramblar con media taquilla. Eterna escama de los menores.
Salió su primer toro; transcurrió soso el ceremonial que precede a la muleta.
Manolete, con ésta armada por la espadita de madera, se dispuso a la faena. Iba
apagándose el bullicio, mientras el diestro, con paso tardo y firme, se dirigía
a la fiera; ante ella se paró y, muy cerca como solía, la instó al primer pase.
Cesó por completo el zumbido de los comentarios, en espera del prodigio o del
fiasco. Y, en aquel instante de silencio casi cartujo, suspendidas las
respiraciones —«todo, la suerte o la muerte / pende de un hilo sutil»—, un
desalmado, el miserable de todas las multitudes, lanzó al torero, mucho más
hiriente que una piedra, la injuria que había incubado en su corazón: «¡Hijo de
p…!». Cayó sobre el redondel como un trozo de firmamento que se hubiera
desprendido; algunos alzamos una protesta civilizada y, por tanto, sin clamor.
Manolete recibió el insulto como un rejón, encegueció, se metió entre las astas
con muletazos ebrios, dramáticos, porque no era ágil su contextura ni hecha
para el desabrimiento. Estaba claro que no le hubiera importado morir; tal vez,
que no le importaba morir. El público enloqueció de entusiasmo. Dieciocho días
después, el gran matador se topaba con Islero en Linares.
He vuelto poco, desde entonces, y siempre por compromiso, menos ahora.
Estando en Sevilla, ¿quién que no la conozca se resiste a la Maestranza? Y, ese
día, con Curro Romero y Espartaco. Lo asombroso de Sevilla es cómo sobrevive a
los tópicos. Ha podido perecer un millón de veces, a golpes de rocíos, santas
semanas, trianerías y macarenas. Pero ocurre que, al palparlo, cuando se espera
tocar cartón, todo eso late, vive y es real y verdadero. Así, la Maestranza en
tarde de toros, con el graderío henchido bajo los altos arcos. En ningún lugar
puede admirarse mejor que allí la perfección del círculo. Digna es de ella la
racional corona de la arquería.
Se arrancó el joven Espartaco a aguardar al burel arrodillado ante el
chiquero; el centro del ruedo se desplazó con él, levantando remolinos de
expectación. Y en aquel punto lo atropello aquel enorme y negro viento, medio
apuñalándolo y pateándolo. Se levantó aturdido y rabioso, sangrando con una
brecha en el parietal. Un reguero rojo entintaba insidiosamente el oro del
terno. El bicho, en tanto, se había ido loco hacia un burladero; chocó con
estrépito, y un cuerno, desde la cepa, se le desprendió al albero. También su
sangre, a borbotones, manchaba el oro de la arena. Al instante, ya estaban
reunidos torero y toro, alucinados de dolor, manando sangre de las cabezas, con
el capote por medio. Debieron de seguir lances emocionantes; yo, harto tuve con
sosegar el estómago.
Pero antes había ocurrido lo bufo, tan cercano siempre de lo patético:
Curro Romero, de quien Sevilla aguarda cada tarde el milagro. Ese que algunas
veces hizo, sacando del trapo verónicas portentosas y naturales augustos. Su
decadencia es clamorosa ahora, y los devotos acuden a sus citas con fe
macilenta. Cumplido el trámite de picas y banderillas dio muestra inmediata de
que aquel no era negocio suyo. Alargó cuanto pudo el brazo —telescópico lo
hubiera querido—, y envió con la punta de la muleta un remoto mensaje al toro,
mientras encogía el cuerpo y echaba hacia atrás la grupa poniendo la oronda
seda a punto de reventón. Entonces, visible en aquellos segundos la desgana de
Curro, un caballero a mi lado le espetó con voz extrañamente afectuosa: «¡Así
se torea! ¡Echao p’alante!». Ya no me interesó el resto de la faena, caricatura
del toreo, el cual, como el amor, requiere años gallardos y menos seguridades.
De toda la corrida, sólo me valió la pena aquel «echao p’alante» del vecino,
tan oportuno, tan justo en la ocasión, prodigio de lenguaje ceñido a la
circunstancia: empujón benemérito a la carcajada. (¡Tan distinto de aquel
horror de la plaza de Huesca!).
Comentarios
Pero aun así, lo que hay bueno es muchísimo, y siendo maravillosa la forma en la literatura, dado que el tiempo es lo más escaso que hay en la vida, y la que está cayendo a la humanidad, sólo opto por contenidos que me aporten algo de formación, análisis, reflexión, conclusiones y propuestas. Contenido puro y duro, pero cuanto más condensado, mejor. Y cuanto más condensado, más complicado es que quepa la floritura literaria, aunque si cabe, miel sobre hojuelas. No me expongo a la novelación, ni a la ficción, pues no doy abasto ni para la realidad del minuto. Me encantan los aforismos, zumo puro de comunicación.
Blogs como el tuyo sí que me aportan, porque forman, informan, analizan y reflexionan, y esté más o menos de acuerdo con lo expuesto, siempre es pensado y argumentado. Y admiro la capacidad que tenéis para ver, captar y retener tanto en tan poco tiempo. A ver si voy aprendiendo.
En cuanto a la forma, no me refería a “florituras literarias”, sino a una manera correcta de explicarse y de emplear el idioma. Como en arquitectura y en cualquier otro arte, la literatura siempre tiene una forma y ésta puede ser rebuscada o simple.
En la cita que he puesto de Pla, éste la identifica con los adjetivos, yo creo que hay algo más: la forma de construir las frases, la musicalidad del texto, la limpieza, el orden... me gusta el lenguaje técnico y también el jurídico, que tiene la obligación de ser muy preciso.
Por supuesto que tiene que haber un contenido, la forma sola no es nada, aunque reconozco haber seguido a cronistas de fútbol y de toros sólo por lo bien que escribían sus crónicas.