POLÍTICA
Alcancé la mayoría de edad en plena transición de la
dictadura a la democracia en este país. Es por eso que recuerdo cómo en la
dictadura la gente, mis mayores, renegaba de la política: es algo sucio que lo
contamina todo, se decía entonces. Y no se decía por miedo a la represión,
quienes eso afirmaban, lo hacían convencidos de que era así realmente. No
negaré que ese convencimiento fuera inducido por el régimen señalándola como
desencadenante de la pasada y nunca olvidada guerra, aun así, ¿estamos seguros
de que en el momento actual nuestro pensamiento sobre cualesquiera cuestiones
es fruto de nuestra libre reflexión y no inducido? Yo lo dudo mucho.
Me atrevo a afirmar que esa desconfianza hacia la política,
hacia los bandos, hacia el enfrentamiento, fue la causa de que en las primeras
elecciones democráticas arrasará la UCD de Adolfo Suarez, un partido creado
expresamente para la ocasión y que se situaba a caballo entre la derecha y la
izquierda, en el denominado centro político, sin ser una cosa ni otra.
La situación cambió radicalmente durante la transición; sobre
todo para los jóvenes era casi obligatorio tener ideología política, ser
apolítico era como ser idiota, todo es política, se decía, y renegar de ella
era inaceptable; en democracia es el pueblo quien decide y debe hacerlo con
conocimiento; es con la ideología, con el posicionamiento, con lo que se
construye la opinión; no se podía iniciar la nueva e ilusionante etapa en la
que España se estaba adentrando instalados en el desconocimiento, en la
ignorancia, en la apatía por la política. Así es que la política inundó la
sociedad española como un aluvión en un secarral y la sociedad la recibió con
entusiasmo, dejándose empapar gustosamente por ella. Todos tomamos posiciones,
la mayoría de izquierdas, como simple reacción al ampliamente denostado régimen
anterior de derechas.
Hoy, 50 años después de todo aquello, que se dice pronto,
seguimos en la misma dinámica y, como no puede ser de otra manera, desde hace
ya algún tiempo, la situación viene dando claras muestras de haber degenerado
gravemente:
El posicionamiento político apenas tiene hoy carga ideológica,
viene a ser como el fanatismo en el fútbol: eres hincha de un equipo desde niño sin que
eso esté sustentado por ninguna lógica, no puede estarlo a esa edad, y lo eres ya de por vida; es un sentimiento, se dice para
encubrir la carencia racional. Eso sí, se apoya al equipo propio y se denigra
al oponente hasta el extremo, exactamente igual que ocurre con el partido
político al que se es afín. Polarización, lo llaman, aunque podrían llamarlo
fanatismo. Los términos derecha e izquierda son simples denominaciones sin contenido
ideológico, podríamos hablar del partido azul y del partido rojo y nada
cambiaría.
Pese a esa polarización, a ese agresivo y constante
enfrentamiento entre partidarios de uno u otro partido, a esas diferencias
supuestamente irreconciliables, se da la curiosa circunstancia de que el centro
político, ese espacio que supuestamente separa a ambos, ese en en el que Adolfo Suarez aglutinó a la mayoría de españoles en la transición, no existe. El último
partido que pretendió ocuparlo fue Ciudadanos, que, como se suele decir, duró
menos que una saliva en una plancha, incluyendo la pequeña ebullición, y fue
rápidamente absorbido. Así, los partidos de nueva creación que quieren iniciar
un recorrido en solitario, solo encuentran hueco en el espectro político en
los extremos de los partidos hegemónicos. En consecuencia, la batalla política
se localiza en esos extremos, hacia donde los mencionados partidos hegemónicos
se focalizan tratando de absorber esas erupciones y descuidando así el centro,
que volverá en breve a ser un espacio habitable políticamente. Ya todo es
previsible.
En estas condiciones el ambiente político es irrespirable.
Nadie piensa por sí mismo, los adscritos a una ideología política se limitan a
adoptar sin reflexión alguna los argumentos que le aporta su partido y a
denostar al oponente con insultos, ya que la razón, la argumentación, el
diálogo, han sido desterrados, no se tolera la discrepancia y el que se atreve
a discrepar se convierte inmediatamente en un enemigo a eliminar; lo llaman
cancelar, para que no suene demasiado duro. Ni siquiera son admitidos los
neutrales, a los que, despectivamente, se denomina equidistantes.
¿Recuerdan lo que decía más arriba sobre la inducción, por
parte del régimen, a un determinado modo de pensar?
Para completar este panorama, la política, tal como auguraban nuestros mayores pre democráticos, ha acabado impregnándolo todo y se extiende
ocupando terrenos en los que debería estar vetada, como el Estado. En teoría
los partidos políticos luchan por gobernar, o lo que es lo mismo, hacerse cargo
de la administración del Estado, pero lo que me parece del todo inadmisible es
utilizar al Estado, es decir, las instituciones y los servicios públicos, en
beneficio propio. ¿De qué nos sirve a los ciudadanos un ente como RTVE, un
servicio público, si no puede criticar al gobierno cuando sus profesionales lo
crean conveniente? ¿Cómo puede el fiscal general del Estado actuar atendiendo a
intereses partidistas? ¿Cómo se puede dictar una ley, como la Lay de Amnistía,
con el único propósito de facilitar los pactos políticos que propicien el
acceso al gobierno? El bien común, el de todos, los que votaron al partido en
el poder y los que no lo votaron, ya no es un objetivo del gobierno, su
objetivo es lo que interese a su partido.
Se nos recalca repetidamente que, en democracia, el respeto
y la confianza en las instituciones es básico, afirmación con la que estoy
totalmente de acuerdo, sin embargo, no creo que esto sea algo que dependa de
los administrados: la confianza y el respeto no son exigencias a quienes han de
profesarlos sino logros que debe conquistar quien aspira a ostentarlos. Como
ilustración, les voy a mostrar un caso real: Hay cierta polémica con el nuevo
rector de la Universidad de Salamanca, un investigador cuya labor está en
entredicho por prácticas irregulares, tales como auto citarse cientos de veces
en cada uno de sus artículos, algunos de ellos totalmente irrelevantes, hasta
el punto de que el Comité Español de Ética en la Investigación ha decidido
intervenir. Dicho comité, según su propia definición, “es un órgano
colegiado de ámbito estatal, independiente, y de carácter consultivo, adscrito
al Consejo de Política Científica, Tecnológica y de Innovación, que ejerce
competencias en materia de integridad científica, investigación responsable y
ética en la investigación científica y técnica”; es decir, una institución
del Estado. Pues bien, en un periódico de la capital salmantina, que apoya
decididamente al rector, una periodista escribía un artículo desacreditando al
comité “porque no es independiente ya que depende del gobierno de Sánchez”. A
ver, todas las instituciones dependen del gobierno, ya que es este quien las
gestiona, pero eso no anula, o no debería anular, su independencia. La
afirmación de la periodista, es una prueba evidente de que ha perdido el
respeto y la confianza en las instituciones. ¿Es culpable la periodista? Es por
todos sabido que Sánchez utiliza las instituciones con fines partidistas y que
la política contamina la acción del Estado, la consecuencia no puede ser otra
que la pérdida del respeto y de la confianza en ellas: no se puede confiar en
quien sabemos que actúa atendiendo a intereses particulares, sean estos los que
sean, en lugar de al interés general, el de todos, como es su obligación. A mí me
parece grave, muy grave, que la política contamine la acción del Estado, pero por lo que se ve, para que eso no suceda, dependemos de la honestidad de quienes
llegan al gobierno, una utopía improbable.
Para terminar, contaré una anécdota que me ocurrió hace ya
bastantes años: estaba yo esperando mi turno en una carnicería de barrio y se
estableció entre los clientes una conversación sobre unas próximas elecciones
generales y sobre a quién votar. Una mujer dijo: “pues yo voy a votar a El
Corte Inglés, porque hay que ver lo bien que funciona”. El golpe tiene su
gracia, pero también su fondo: lo que queremos los ciudadanos es que las cosas
funcionen, que los servicios públicos sean eficientes, que las instituciones
hagan su labor con diligencia y ecuanimidad, no nos importa tanto o, mejor, nos
importa un comino la ideología*.
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