Santiago Sierra, una mirada fresca

 


En estos tiempos difíciles para el pensamiento, al menos para quien, como es mi caso, va a contracorriente del pensamiento oficial, constituye una gran alegría encontrarse con alguien relevante que tiene una mirada lúcida y alejada del oportunismo. Es lo que ha ocurrido con la entrevista de Mario Canal al fotógrafo y artista Santiago Sierra que el diario El Mundo publicó el pasado 25 de octubre con motivo de su exposición en el Museo CA2M de Móstoles (Madrid) 1.502 personas cara a la pared.

Ese mismo día 25 de octubre, la prensa recogía la noticia de que la Universidad de Salamanca (USAL) había concedido el título de doctora honoris causa a la filósofa Eulalia Pérez Sedeño, quien en su discurso afirmó que “se abre la posibilidad de lograr una ‘ciencia feminista’ y por tanto de una ‘filosofía feminista de la ciencia’, esto es, la que se hace desde una perspectiva feminista o que utiliza el feminismo como teoría crítica para enfrentarse a los problemas”. A mí esta afirmación me parece un supino disparate y que esta señora aprovecha el tirón del feminismo para que le presten atención. Hace 50 años el feminismo era vanguardia, hoy es moda y la USAL, lo que hace con este nombramiento es renegar de su obligatoria vocación de vanguardia, un territorio inhóspito y solitario, para arrimarse al calor y la popularidad de la moda.

Estaba dándole vueltas a esta cuestión cuando me topé con el titular que encabezaba la entrevista de Mario Canal; era el siguiente:

Santiago Sierra: “El activismo en el arte es un coñazo. Ya respetamos a los gays y a las tías. ¿Para qué siguen dando el coñazo?”

Vivimos una época en la que la política lo invade absolutamente todo. A eso hay que añadir la polarización de la sociedad, todo el mundo se posiciona radicalmente en uno u otro sentido, la reflexión, el razonamiento, el diálogo constructivo han sido erradicados de la convivencia, cada cual recoge la argumentación que le proporciona su bando, que siempre consiste en ponderar sus ideas y despreciar las del adversario y con eso construye su ideología. Al menos en mi caso, lo que me produce esta situación es hartazgo; ya no soporto los artículos políticos de la prensa, de ninguna prensa, las películas militantes cuyo objetivo es adoctrinarnos me provocan un rechazo insoportable. Comprenderán que, aunque el titular se refiriera expresamente al mundo del arte, me pareció que era totalmente aplicable a este caso y a muchos otros con que nos topamos día a día, por desgracia.

Así es que ya la primera frase del titular: "El activismo en el arte es un coñazo", despertó mi interés y, leída la entrevista, resultó además que sus declaraciones aportan una visión fresca y diferente que me resulta muy interesante y enriquecedora, algo muy de apreciar en estos tiempos en los que me toca vivir en las barricadas de la ideología.

Y como una pequeña joya como esta no debe quedar enterrada en la hemeroteca, aquí está la entrevista.



Hablar con Santiago Sierra (Madrid, 1966) supone entrar en un discurso ácrata que se sitúa siempre a la defensiva, atacando. Durante toda su carrera, se ha enfrentado a las críticas que cuestionaban cómo sus obras performáticas replicaban los principios de sumisión, humillación, anulación y exclusión que pretenden simular aquellas que se dan en la sociedad. Saturar una sinagoga en Alemania con monóxido de carbono, tatuar en la espalda a jóvenes desfavorecidos a cambio de un pago simbólico o contratar a inmigrantes ilegales llegados a Cádiz en patera para que cavasen fosas de enterramiento son algunas de ellas. La estética formal de raíz minimalista con las que resuelve sus obras –fotografías documentales en blanco y negro– choca con el espectador por la brutalidad moral de las situaciones que recrean, levantando un espejo colectivo de estilizada crudeza. Así se puede comprobar en la exposición 1.502 personas cara a la pared, que incide en su continuada denuncia social y plantea un cierre de ciclo artístico en el Museo CA2M de Móstoles (Madrid).

P. Por la relevancia de su trayectoria internacional, extraña que esta exposición no se hiciese antes en el Reina Sofía bajo la dirección de Borja-Villel.

R. Yo creo que no gustaba lo que pudiera decir. El Reina Sofía a mí siempre me ha parecido una afrenta. ¿Por qué tiene un museo ese nombre? ¿Qué relación tiene esta señora con el mundo del arte? Que esté el Guernica, la joya del arte republicano, en un museo que se llame Reina Sofía me parece muy humillante.

P. ¿Habría hecho alguna propuesta expositiva en ese sentido?

R. Sí. Yo siempre he tenido muy claro que no me habría olvidado de los orígenes de muchos de los edificios, como por ejemplo el Palacio de Cristal del Retiro –sala expositiva perteneciente al MNCARS–, que era parte de un zoo humano. No hay ni una placa. Tampoco en Sol, cuando tienes la estatua de Carlos III, con más de 50.000 esclavos a su servicio personal.

Forma parte de una amnesia, parece que aquí no ha pasado nada.

P. Una de las críticas de las que se hacía eco Borja-Villel respecto a su trabajo era la situación de abuso a la que sometía a las personas que colaboraban en sus proyectos.

 R. No sé, yo también he oído que había bastante abuso en el Reina Sofía bajo su mandato, con trabajadores del museo quejándose. Yo he hecho unas acciones puntuales para ejemplificar con dosis homeopáticas lo que es la realidad brutal que hay ahí fuera, casi teatralizado. Añadimos un poco de pasión poniendo un factor real en vez de una de mentira. Pero bueno, son excusas. Es muy fácil decir: «Éste es el culpable».

P. Antes ha hablado del esclavismo. En alguna obra suya se tatuaba a personas por el precio de una dosis de droga. ¿Era una forma de denunciar cómo la esclavitud puede tomar otras formas?

R. Sí, claro. Ahora tiene otro nombre, pero por supuesto que es esclavo un tío que no dispone de su tiempo, que tiene que ofrecerlo en el mercado de trabajo. ¿Que queremos llamarlo de otra forma, con eufemismos? Pues vale. Pero es esclavitud, porque no hay otra opción. No es que a ese tipo detrás de la barra le encante la hostelería. Luego, lo que se gana tampoco se usa para la emancipación personal, sino para comprar todos los productos absurdos que esta sociedad te ofrece para seguir siendo feliz. Está todo montado para que el mismo 1% esté ganando pasta. La población es un rebaño de empleo y ya está. Y los gobiernos son trágalas para que se siga manteniendo este sistema.

P. Su trabajo también habla mucho de la culpa. ¿Puede adoptar esa posición y decir «esta pieza no la debería haber hecho»?

R. Yo he notado que muchos artistas que tocan temas de crítica social, o lo que sea, siempre se posicionan en la bondad. O sea, que al final el tema de la obra es: «Mira qué mal está todo, pero qué bueno soy yo». Yo creo que pertenezco a una sociedad y a un ámbito social: soy parte del problema, no parte de la solución. Yo antes, por ejemplo, cuando llegué a México, me ponía con los obreros a currar, pero es que eso era una impostura. Yo tenía una escapatoria, yo tenía unos títulos universitarios. Yo no era uno de ellos. Entonces, tienes que ser consciente de quién eres y de qué relaciones estableces. Ojalá fuera yo el que ha decidido que la gente está para currar por tres duros.

P. Hago esa pregunta porque ahora vemos en el arte un activismo muy moralista...

R. Sí, pero es un coñazo. Porque ya lo hemos superado: ya respetamos a los gays, ya respetamos a las tías.

¿Qué es lo siguiente? ¿Para qué siguen dando el coñazo? Lo que están haciendo es que mucha gente lo aborrezca, no lo aguanten más. «Ya, vale, otra exposición de mujeres hablando de no sé qué». Hay otros temas. Lo han convertido en un bumerán contra nosotros mismos. Cuando todo el mundo se pone a hacer lo mismo, es que ninguno piensa en lo que está haciendo. A la sociedad hay que buscarle las cosquillas, los puntos débiles. Podemos usar el arte como contrapropaganda. Pero sumarnos a la propaganda que las élites quieren que hagamos, no. La agenda woke es algo que está apoyando el mismo Felipe VI, con su chapita de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU. Por lo tanto, sospecho.

P. El vídeo ‘The Maelström Reloaded’ (2023) supone un cambio radical en su trabajo. ¿Es una línea que va a continuar?

R. Sí, porque también ha habido una impostura por mi parte. Hay mucha diferencia entre el producto que yo enseño en la galería y el que yo estoy viendo en mi casa. Al cabo de los años te haces reconocible por unas reglas que te autoimpones y creo que debo atacar mis propias normas. Y crecer como artista. Me parece muy bien incorporar el ritmo. Siempre me interesó ese minimalismo rotundo norteamericano o alemán, pero hay uno latinoamericano que tiene más que ver con el de los ritmos árabes, también. Me gustaría hacer películas musicales, claro, pero a mí manera. A veces la gente tiene que saber que cambia a lo largo de los años.

Ya no soy un chaval, no estoy en la calle todo el día, no estoy corriendo todo el día con marginales: estoy en mi casa con una computadora.

P. Aquel chaval que se va de España y llega a México en los 90 tenía una energía casi suicida.

R. Sí, pero lo que era muy importante también es que nos la sudaba todo. A mí el primero. También fue una sorpresa que me fuera como me ha ido. Por supuesto que mis maestros estaban en el mundo del arte establecido, pero también en el underground y yo estaba muy a gusto ahí. Lo único que no me dejaba estar a gusto era no tener dinero.

P. La crítica también surge ahora de los que piensan que se ha entregado al sistema por colaborar con la marca de lujo Balenciaga, por ejemplo.

R. Bueno, hay que tener en cuenta que muchos artistas son gente que nunca ha tenido problemas económicos, que son de clase alta. No es mi caso. Yo me he tenido que buscar la vida desde el minuto uno. El otro día en un bar uno me quería pegar por haberme vendido al hacer lo de Balenciaga. Pues vale: gané una pasta, hice lo que me dio la gana, trabajé muy a gusto y tuvo un eco internacional de puta madre. Manché la ropa, el mensaje simbólico cuenta. Hablé de una sociedad embarrada, de mugre, hice un chiquero de cerdos y ahí desfilaron las modelos. Y encima, cobré. Entonces, ¿Qué hay que decir? Para mí es un gran triunfo.

P. Usted rechazó trabajar después con Kanye West, pero le surgieron otras propuestas.

R. Ahora estoy haciendo una colaboración con una marca de ropa en Tokio. Se llaman Les Six. Me encanta hacer cosas fuera del arte. Por ejemplo, uno de los proyectos que hacemos es la adaptación de los tonos de color de piel a la vida real. Entonces, las camisetas que se acerquen más al tono oscuro van a ser mucho más baratas que las que se acerquen a tono blanco y eso va a estar ligado al color de piel del comprador. Y estamos haciendo en Suiza la Genocide Bomber, con parches de todos los patrocinadores del genocidio palestino en la cazadora. Me está gustando mucho trasladar mi trabajo a la moda.

P. El lujo y el dinero, las élites, son las que alimentan el mundo del arte. Son sus coleccionistas.

R. Es algo peor. Porque antes el mundo del arte lo llevaban las burguesías ilustradas. Tipos como Harald Szeemann. Ahora, con todo este rollo de las ferias, con este esfuerzo enorme para que éstas crezcan… ¿Cómo lo han hecho? Invitando a gente que antes eran considerados explotadores. Y les han dicho: «Bueno, pues ahora ya no eres un explotador. Ahora eres un top international collector. ¿Cómo lo ves? Un VIP. Y te vamos a sacar una foto aquí y vas a quedar muy bien con tu colección». Y se han apuntado un montón de gente que, obviamente, impone su gusto. El mal gusto que ves en una feria es el mal gusto impuesto por esas élites. Así que lo siento mucho, pero el arte que sigue valiendo es el que maneja la burguesía ilustrada. Lo que pasa es que ya no son tan visibles, ya están mucho más escondidos. Si quieres ver arte de calidad vas a la Dia Art Foundation, no al Museo Reina Sofía.


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