EN EL PRINCIPIO FUE EL VERBO
Solemos
concebir el lenguaje como herramienta para comunicarnos los unos con
los otros; y es cierto. Sin embargo no solemos ser conscientes de que
el lenguaje es también la materia con que construimos nuestro
pensamiento, nuestras ideas, en definitiva, nuestra ideología.
Mediante
el lenguaje interpretamos la realidad que percibimos a través de
nuestros sentidos y en esa interprertación la creamos, hasta el
punto de que lo que no tiene nombre no existe y aquello a lo que
damos un nombre queda ya, para nosotros, para los que compartimos un
mismo lenguaje, encasillado, limitado al concepto que hemos asociado
a ese nombre.
En
una entrada anterior hacía referncia a la confusión que generaba el
término justicia al llevarnos a dos conceptos, a mi juicio,
diferenciados: la justicia moral, asociado a nuestra
concepción del bien y del mal y la justicia administrativa
asociado al Derecho, por lo que
consideraba conveniente que dispusieramos de dos términos distintos,
uno para cada concepto, al objeto de encauzar correctamente nuestros
debates.
La
renovación contínua del lenguaje es, ya no diría imprescindible,
sino inevitable, en una sociedad en evolución. Por lo dicho
anteriormente, no se puede generar una nueva realidad sin un lenguaje
que le dé cuerpo. En un momento como el actual, en el que asistimos
a cambios relevantes, como, sin ir más lejos, el papel social de la
mujer, es perfectamente comprensible que andemos a vueltas con el
lenguaje, incluso lo sería que éste, no dé de sí lo suficiente
como para dar cabida a estos cambios y nos veamos obligados a ponerlo
patas arriba y reformularlo.
Una
cuestión interesante sobre la que reflexionar es cuáles serían las
instituciones competentes para llevar a cabo esta renovación.
Personalmente creo que es la propia sociedad la generadora de
lenguaje y que la Academia, por decirlo literariamente, pone negro
sobre blanco los cambios que acaban asentándose, a la vez que
sanciona el buen uso del mismo (Limpia, fija y da esplendor); está
claro que sin una norma a la que referirse, si el lenguaje no fuera
reglado, no podríamos entendernos.
En
ese sentido, la ponencia del académico Ignacio Bosque Sexismo linguístico y visibilidad de la mujer,
me parece correcta; tampoco creo que sea cuestión de cambiar por
cambiar. No me parecería correcto, en cambio, si por parte de la
Academia se adoptara una actitud numantina de defensa de lo
existente, de inmovilismo, que hasta ahora y como digo, no he
detectado.
En
cualquier caso y como no soy yo voz autorizada para defender las
tesis arriba expuestas, traigo en mi ayuda a Unamuno, a quien
pertenecen los textos que abajo reproduzco.
La razón, lo que
llamamos tal, el conocimiento reflejo y reflexivo, el que distingue
al hombre, es un producto social.
Debe su origen acaso al
lenguaje. Pensamos articulada, o sea reflexivamente, gracias al
lenguaje articulado, y este lenguaje brotó de la necesidad de
transmitir nuestro pensamiento a nuestros prójimos. Pensar es hablar
consigo mismo, y hablamos cada uno consigo mismo gracias a haber
tenido que hablar los unos con los otros, y en la vida ordinaria
acontece con frecuencia que llega uno a encontrar una idea que
buscaba, llega a darla forma, es decir, a obtenerla, sacándola de la
nebulosa de percepciones oscuras a que representa, gracias a los
esfuerzos que hace para presentarla a los demás. El pensamiento es
lenguaje interior, y el lenguaje interior brota del exterior. De
donde resulta que la razón es social y común. Hecho preñado de
consecuencias, como hemos de ver.
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Nuestra lengua misma,
como toda lengua culta, lleva implícita una filosofía.
Una lengua, en efecto, es
una filosofía potencial. El platonismo es la lengua griega que
discurre en Platón, desarrollando sus metáforas seculares; la
escolástica es la filosofía del latín muerto de la Edad Media en
lucha con las lenguas vulgares; en Descartes discurre la lengua
francesa, la alemana en Kant y en Hegel, y el inglés en Hume y en
Suart Mill. Y es que el punto de partida lógico de toda especulación
filosófica no es el yo, ni es la representación -vorstellung- o
el mundo tal como se nos presenta inmediatamente a los sentidos, sino
que es la representación mediata o histórica, humanamente elaborada
y tal como se nos da principalmente en el lenguaje por medio del cual
conocemos el mundo; no es la representación psíquica sino la
pnumática. Cada uno de nosotros parte para pensar, sabiéndolo o no
y quiéralo o no lo quiera, de lo que han pensado los demás que le
precedieron y le rodean. El pensamiento es una herencia, Kant pensaba
en alemán, y al alemán tradujo a Hume y a Rousseau, que pensaban en
inglés y en francés, respectivamente. Y Spinoza, ¿no pensaba en
judeo-portugués, bloqueado por el holandés y en lucha con él?
El pensamiento reposa en
prejuicios y los prejuicios van en la lengua. Con razón adscribía
Bacon al lenguaje no pocos errores de los idola fori. Pero
¿cabe filosofar en pura álgebra o siquiera en esperanto? No hay
sino leer el libro de Avenarius de crítica de la experiencia pura
-reine Erfahrung-, de esta experiencia prehumana, o sea
inhumana, para ver adónde puede llevar eso. Y Avenarius mismo, que
ha tenido que inventarse un lenguaje, lo ha inventado sobre la
tradición latina, con raíces que lleva en su fuerza metafórica
todo un contenido de impura experiencia, de experiencia social
humana. Toda filosofía es, pues, en el fondo, filología. Y la
filología, con su grande y fecunda ley de las formaciones
analógicas, da su parte al azar, a lo irracional, a lo absolutamente
inconmensurable. La historia no es matemática ni la filosofía
tampoco. ¡Y cuántas ideas filosóficas no se deben en rigor a algo
así como rima, a la necesidad de colocar un consonante! En Kant
mismo abunda no poco de esto, de simetría estética; de rima.
La representación es,
pues, como el lenguaje, como la razón misma -que no es sino el
lenguaje interior-, un producto social y racial, y la raza, la sangre
del espíritu es la lengua, como ya lo dejó dicho, y yo muy
repetido, Oliver Wendell Holmes, el yanqui.
Nuestra filosofía
occidental entró en madurez, llegó a conciencia de sí, en Atenas,
con Sócrates, y llegó a esta conciencia mediante el diálogo, la
conversación social. Y es hondamente significativo que la doctrina
de las ideas innatas, del valor objetivo y normativo de las ideas, de
lo que luego, en la Escolástica, se llamó realismo, se formulase en
diálogos. Y esas ideas, que son la realidad, son nombres, como el
nominalismo enseñaba. No que no sean más que nombres, flatus
vocis, sino que son nada menos que nombres. El lenguaje es el que
nos da la realidad, y no como un mero vehículo de ella, sino como su
verdadera carne, de que todo lo otro, la representación muda o
inarticulada, no es sino esqueleto. Y así la lógica opera sobre la
estética; el concepto sobre la expresión, sobre la palabra, y no
sobre la percepción bruta.
Y esto basta tratándose
del amor. El amor no se descubre a sí mismo hasta que no habla,
hasta que no dice: ¡Yo te amo! Con muy profunda intuición,
Stendhal, en su novela La Chartreuse de Parme, hace que el
conde Mosca, furioso de celos y pensando en el amor que cree une a la
duquesa de Sanseverina con su sobrino Fabricio, se diga: «Hay que
calmarse; si empleo maneras duras, la duquesa es capaz, por simple
pique de vanidad, de seguirle a Belgirate, y allí, durante el viaje,
el azar puede traer una palabra que dará nombre a lo que sienten uno
por otro, y después en un instante, todas las consecuencias.»
Así es, todo lo hecho se
hizo por la palabra, y la palabra fue en un principio.
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